lunes, 8 de agosto de 2011






































Pura López Colomé sobre una exposición de Lizette Arditti


Espejos  de  papel
Acuarelas recientes de Lizette Arditti

No nos hallamos a cabalidad ante una o varias superficies que reverberan imágenes, ni el reflejo es de papel; sin embargo, sí flota en él, desde él, y fluye hacia el observador como un criptograma, un texto espiritual en clave, en cuyo ámbito termina él buscándose involuntariamente hasta, en el mejor de los casos, lograr vislumbrarse.  Lo que habita esa cima o sima nunca deja de moverse.  Su agitación sobre la hoja, primero, en nuestro interior, después, y, por último, transformada en virtud de esta otra imago mundi, regresa, hija pródiga, a su lugar de origen, en calidad ya de juego de espejos entre el espíritu creador y el recreador.  A fin de cuentas, después de mucho mirar, el ojo se vuelve un espejo ustorio, con el que se obtienen temperaturas elevadísimas, reuniendo los rayos solares en su foco.  Mas he aquí que es el interior que se enciende y, paradójicamente, el papel salva, funciona como tabla de salvación sobre la cual el artista ha dejado la huella de un quehacer humano, un oficio de pinceladas.
            La historia del arte es, en síntesis y casi por donde se la aborde, el descubrimiento gradual de las apariencias.  Partiendo de este postulado, la diferencia principal entre el arte antiguo y el moderno resulta un soltar amarras, una liberación del anclaje al mundo visible: por ello, en el caso del arte contemporáneo, se da por hecho que existen múltiples maneras de ver o leer un cuadro; de abrir la válvula, la maravillosa capacidad de observar, desde donde se quiera, la ambigüedad, característica definitoria e intrínseca del arte abstracto.  Por fortuna, hoy podemos abandonarnos a una antes impensable variedad de interpretaciones.  Todo esto siempre y cuando sea el placer estético en calidad de Diógenes quien llegue sin engaños a los que estamos de este lado recordándonos algo, sugiriéndoselo al buen entendedor.
            Ojo de la aurora, sin pupila; ojo solo, vista sola que ofrece el cuerpo de la nada; o que se abre paso dejando el color atrás, despojándose de tangibles y ponderables vestiduras, emergiendo como pura luz... 
¿Qué podría recordarnos?  ¿Un sueño?  ¿Una búsqueda o necesidad de un asidero, una orilla que auxilie y permita volver a respirar hondo?  ¿Un perdón, una expiación?  Y ya fuera máscaras, fuera generalizaciones, fuera inclusiones de todo mundo en todo el mundo, ¿qué me recordó?  Un poema en torno al agua precisamente, que escribí hace muchos años, parte de la sección “Los elementos del corazón”, del libro Aurora, titulado “Agua”, y subtitulado “Mar adentro”:Te vi a lo lejos, desde muy lejos,/pero no yacías en la barca,/el horizonte./Caminabas, escondiendo algún destino./Tu expresión me era inconfundible./Tu manto de azafrán,/una urna viva./Creí que me llamabas./Pasé los dedos por tu piel/deseando guardarla/en la memoria del corazón./
Entre la niebla,/tus párpados temblaron/al sentirme./Y yo también./La rosa de los mundos giró/hasta secarse.  Se hizo luz./Ni una lágrima en sus pliegues./En su centro fresco,/tu ojo espeluznante,/lleno, por primera vez,/de una ternura incontenible./
Acababas de morir,/aurora,/en la noche oscura/de mi cuerpo.

A mí en lo particular me remite a algo profundo, un organismo de palabras significante, significativo, el eco de una esfera de otro orden.  A otros puede –y seguramente lo hará- insinuarles diversísimos sentimientos, acontecimientos, un sinfín de cuestiones felices o dolorosas, en virtud de lo que no necesita explicaciones (no debe tenerlas): el arte. 
            Volcán, inmensa boca, que grita e invade los aires todos, no sólo aquellos que lo circundan.  Que convoca al agua para que sacie la sed, el ardor de la tierra. 
El artista, Lizette Arditti en este caso, reproduce la luz, cosa sumamente difícil si no se tiene con qué, y esto lo dan los años de cultivar no sólo un medio expresivo, sino la vía que éste ofrece hacia el interior, la verdad y la belleza, el bienestar y la miseria cara a cara, corriendo riesgos, aceptando desafíos, pese a que impliquen desafinación, caída personal, entrecomillado error; en una palabra, aflicción.  Dependiendo del medio elegido para comunicar todo esto, el hacedor ofrecerá sus hallazgos de manera más o menos sutil.  Aquí, la acuarela lleva el más por delante:  al fluir suave aunque intensamente, entra a la esfera del tiempo y, a su modo, hace estallar el presente.    Como si los elementos con que se mueve tuvieran conciencia propia, como si el ser humano fuera mero vehículo, conciencia a su vez, sí, pero de dimensiones distintas. 
            Emily Dickinson poseía la palabra que tal pareciera que Lizette Arditti ha aprovechado en su pincel.  Ambas comparten esa suerte de diálogo entre naturaleza y naturaleza humana:

                        1302   
            Creo que el agua es la raíz del viento,
            no sonaría tan hondo,
            de ser producto del firmamento,
            aires de océano sin fondo.

            Oye la marea, sopla,
            mediterránea entonación.
            Hay en la atmósfera sola
            una marítima convicción.

¿Es el universo en sí quien entra en escena, gracias a una realidad que se ve a sí misma, se vuelve ella misma en otras, o es la luz quien entra en escena?  Pienso que es lo segundo, algo avasallador.  En virtud de la luz concebida como personaje absoluto, en cuya trayectoria todo va cambiando constantemente, las cosas se amoldan a su propio destino, a su propio tiempo.
Quienes observamos somos, bien vistos, simples deuteragonistas cuyo papel –en el papel de Lizette Arditti- es abrir los ojos bajo el agua, irnos haciendo asibles o inasibles según decidamos representar nuestra vida con integridad, ofreciéndole a ésta  un  sentido por dentro.  En otras palabras, estas acuarelas nos han arrojado un velo líquido encima para ayudarnos a asumir nuestros contornos verdaderos y, ya en virtud de una percepción pisciforme, reconocernos en sus espejos.

PURA LÒPEZ COLOMÈ
 






Escribe Roger Von Gunten sobre exposición de Lizette Arditti


¿Adónde llevan los caminos?  -En sus obras recientes, Lizette Arditti no parece buscar respuestas a esa pregunta;  no pinta destinaciones sino vistas en constante movimiento, como las que se abren ante los ojos del caminante sin rumbo preestablecido.
La sorpresa, la luminosidad que es tanto espacio como forma, las subidas y bajadas de la intensidad cromática   -y siempre las finas líneas que nunca se convierten en contornos, que nunca encierran nada sino que indican que por ahí se puede pasar, que estamos en camino y que nos esperan aventuras- estos son los elementos fabulosos  -visual y anímicamente fabulosos-  que más me deleitan en las obras de Lizette Arditti,  además de la generosidad minuciosa, si se me permite decir así, de la factura.
La idea del camino implica continuidad, pero pueden ocurrir accidentes:  deslaves, obstáculos imprevistos y hasta rompimientos definitivos.  En sus dípticos y polípticos, la artista hace uso de las posibilidades formales y colorísticas de estos desencuentros como recursos dramáticos  adicionales; sobre todo en sus móviles tridimensionales, contruidos con bloques de madera pintados que el espectador puede colocar en diferentes ángulos los unos a los otros, produciendo planos d iluminación cambiantes e incoincidencias a su propio gusto.
Esta exposición, tan singular en todas sus facetes, requiere y merece el ejercicio total de nuestra capacidad de contemplación.
                                                                                                                                Roger von Gunten